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martes, 6 de septiembre de 2011

¿POR QUÉ SEGUIMOS A OTROS? KRISHNAMURTI.-


¿Por qué seguimos a otros?

¿Por qué aceptamos a otros, por qué los seguimos? Seguimos la autoridad de otro, la experiencia de otro, y después dudamos de ella; esta búsqueda de autoridad y su consecuencia, la desilusión, es para la mayoría de nosotros un proceso doloroso. Culpamos o criticamos a la autoridad alguna vez aceptada, al líder, al instructor, pero no examinamos nuestro propio anhelo de una autoridad capaz de dirigir nuestra conducta. Una vez comprendido este anhelo, comprenderemos el significado de la duda.

La autoridad corrompe tanto al líder como al seguidor

La percepción alerta es ardua, y puesto que la mayoría de nosotros prefiere un modo fácil, ilusorio, introducimos la autoridad para que moldee nuestra vida y le fije pautas. Puede ser la autoridad de lo colectivo, del Estado; o puede ser la autoridad personal, el Maestro, el salvador, el gurú. La autoridad, de cualquier clase que sea, nos ciega, engendra irreflexión; y como la mayoría de nosotros encuentra que ser reflexivo es sufrir, nos entregamos a la autoridad. La autoridad engendra poder, y el poder se centraliza siempre y, por eso, corrompe por completo; corrompe no sólo a la persona que lo ejerce, sino también a quien la sigue. La autoridad del conocimiento y de la experiencia pervierte, tanto si le ha sido conferida al Maestro, a su representante o al sacerdote. Lo importante es la propia vida de cada uno, este conflicto aparentemente interminable, y no el modelo o el líder. La autoridad del Maestro y del sacerdote nos separa de la cuestión fundamental, que es nuestro conflicto interno.

¿Puedo confiar en mi experiencia?

La mayoría de nosotros se siente satisfecha con la autoridad, porque ésta nos brinda cierta continuidad, una certidumbre, una sensación de hallarnos protegidos. Pero un hombre que quiera comprender las implicaciones de esta profunda revolución psicológica debe estar libre de la autoridad, ¿no es así? No puede acudir a ninguna autoridad, ya sea ésta de su propia creación o impuesta por otro. Y ¿es esto posible? ¿Es posible para mí no confiar en la autoridad de mi propia experiencia? Aun cuando haya rechazado todas las expresiones externas de la autoridad ‑libros, instructores, sacerdotes, iglesias, creencias-, sigo sintiendo que al menos puedo confiar en mis propias experiencias, en mi propio juicio, en mi propio análisis. Pero ¿puedo confiar en mi experiencia, en mi juicio, en mi análisis? Mi experiencia es el resultado de mi condicionamiento, tal como la suya lo es de su propio condicionamiento ¿no es cierto? Puedo haber sido educado como musulmán o budista o hindú, y mi experiencia dependerá de mi trasfondo cultural, económico, social y religioso, igual que la de usted. ¿Puedo confiar en eso? ¿Puedo confiar, acaso, en la guía, la esperanza, la visión que me dará la fe en mi propio juicio, el cual es también el resultado de la acumulación de recuerdos y experiencias, el condicionamiento del pasado que se encuentra con el presente?...

Ahora bien, cuando me formulo todas estas preguntas y estoy atento a este problema, veo que hay un solo estado en el cual la realidad, lo nuevo, puede cobrar existencia, estado que da origen a una revolución. Ese estado existe cuando la mente se halla por completo vacía del pasado, cuando no hay analizador, ni experiencia, ni juicio, ni autoridad de ninguna clase